La salud mental es un derecho universal, por Pep Marín

‘Salud mental, salud mental: un derecho universal’

En nuestras carteras o billeteras solemos guardar cosas más allá de aquellas cuyo valor es estrictamente económico. Por asociación de ideas en las billeteras aparecen en cualquier formato fragmentos de nuestra historia de gran e incalculable valor emocional.

En la mía, la foto de mi hija y la de mi medio albaricoque en una instantánea donde se había teñido el pelo de rojo. No me olvido nunca de fray Leopoldo de Alpandeire, que por tradición familiar siempre ha estado ahí, en carteras pasadas y presentes, con su barba blanca y sus ojos indulgentes soplando respuestas en los exámenes tipo test,  soplando a residuos que atenazan mi integridad psíquica, milagreando rencores por flores, guerras mentales absurdas por quietud y exhalaciones profundas. Mi primer nudo del rizo, uno pequeñito, de aquella época inolvidable de campamentos y acampadas, cuya música revive dentro de mí con sólo verlo o tocarlo: Radio futura y El último de la fila, botas de montaña y mochilas.

También guardo una hojita con frases a las que echar mano en momentos en los que preciso de un rescate; un rescate a modo de desfibrilador mental, frases para no olvidar que si rumio demasiado pierdo, si me enzarzo en un soliloquio embarazoso fracaso, si me lanzo a una espiral interminable de sed en un cauce seco conmigo mismo caigo eliminado. Esa hoja contiene frases que me despiertan una sonrisa llena de ilusión cuando percibo de lo que soy capaz, superado el envite de hablar en público, por ejemplo, con televisión y lenguaje de signos en directo, tejido de una felicidad tan mía y tan honda.

Dentro de unos días se conmemora el día mundial de la salud mental.

Yo soy una persona que padece un problema de esta naturaleza. En mi caso: trastorno de pánico con agorafobia.

Si hace veintitantos años hubiese conocido a un psicólogo como José Antonio Ortega, quizá no hubiese vivido tanto tiempo escondido en la concha de un caracol.

Mi zona de confort. Cuando aparece en tu vida un ataque de pánico tú no sabes qué demonios te ha pasado y, además, no sólo te preguntas por qué esta orquesta de síntomas te ha abrazado tan malamente sin tú quererlo, sino que además las personas que había contigo te han visto temblar como Nicolás Cage en living las vegas, y tu deambular posterior, como asfixiado, con vértigo, el mundo girando a tu alrededor como si estuvieras ebrio, la ropa empapada de sudor. “Que ridículo, que monstruosidad física de escena, y la han visto todos”.

Después me puse a rumiar, que de tanto casi me convierto en un Platero desconocido.

Anticipas que la orquesta volverá a sonar y sin salir de la cama ya tienes miedo. ¿Qué fue eso de ayer, de aquel día? ¡Ay si me da otra vez! Sales de casa y ya has fabricado en tu mente una jauría de seres peligrosísimos que no existen. Te da otro ataque de pánico. Cortisol derramado como chocolate en un pastel en tu cuerpo interior, sistema simpático trastornado, averiado, se activa cuando no hay porqué, vas por la vida a 100 por hora en una carretera de máximo 30.

Pides ayuda desde dentro de la concha del caracol para que no te vean, es el estigma que todavía sigue arrastrando hablar de enfermedad mental. Ir al psiquiatra en aquel tiempo, y todavía ahora, ¡qué vergüenza!: “Me ha visto Rocío, que casualidad, ¿no estaba esta chica en rayos?”

Sin más, casi sin mirarte, emiten un diagnóstico dudoso a las primeras de cambio. Te recetaban psicofármacos que ayudan al síntoma, no a las causas del síntoma. Yo no lo sabía, o sí lo sabía, después, porque mi mente seguía anticipando al fiero león en el supermercado aún con la pastilla. Eso sí, apaciguaba la orquesta de la ansiedad y aliviaba, sí, pero no.

Antes, dentro del caracol, de tan despacio que iba, fui dejando que me adelantarán por todos lados la vida misma, mis amigos, los viajes, las fiestas, las reuniones, las chicas y me preguntaba: ¿Quién me va a querer a mí si casi no puedo salir de casa y cuando salgo me traga un agujero negro sin pasar por el horizonte de sucesos?

Más ataques de pánico en cualquier lugar, alimentados por mí yo rumiante; hasta en la ducha: mis piernas flaquean, tiemblan, me ahogo, salgo como puedo con el champú todavía en la cabeza. ¿Y ahora esto? ¿En casa también?

La adaptación al medio es un desgaste de fuerzas que me dejan sin aliento, pero, poco a poco, te acostumbras a sufrir como quien se come un zapato frito con tomate.

Te haces de menos, muy  de menos, ves tu propia ridiculez y abandonas, te vas directo al caracol. Ver beber a alguien un vaso de agua en una fiesta es para mí es como escalar una montaña en vertical. Evitación, más miedo. Excusas, más miedo. Estigma, más miedo. Pudor escénico, más miedo. El qué dirán, más miedo.

Si el caracol blanco me hubiese cobrado por mi estancia en su concha como si de un hotel de cinco estrellas se tratara, estaría tres o cuatro vidas arruinado o pagando el préstamo.

Ya ni voy al cine, ni conciertos, ni fútbol, ni conferencias, ni comidas. Me enfado si me mandan a la calle a comprar el pan. Estoy horrorizado de mí, intentando no ser yo.

Es pisar la calle y todo te da vueltas, agitación externa extrema… ¡Pum! El corazón se te sale y cae al suelo y lo ves palpitar y no quieres que sea tuyo, pero es el tuyo.

Pasan los años y viene esa calma que predice tormenta. Trabajo a 2.000 por hora, conozco a mi medio albaricoque y tengo una hija; pero no estoy a salvo del rumiante que habita en mí.

Los ataques de pánico aparecen a cuentagotas, pero cuando aparecen me quedo tan pequeño que casi me rindo convertido en cabeza de neutrón. El caracol se ha ido aburrido de mí, menudo peso.

Vuelvo al psiquiatra y al psicofármaco, pero también me indican que lo bueno para mí sería también acudir a un psicólogo, cosa que hace 25 años no estaba en mi hoja de ruta de salud mental.

Parece que avanzamos yendo a la causa y no tanto al síntoma. Otorgando habilidades a los pacientes, escucha activa, opinión, espacios de tú a tú, terapias cognitivas, conductuales, psicoanálisis, grupos de ayuda en pro de una menor dependencia al psicofármaco cuando no hace realmente falta. Aunque a mí todavía, creo, me hace falta.

En la hoja de crisis que guardo en mi cartera digo:

-Nadie se muere por un ataque de pánico.

-No te resistas, no rumies más,  al final todo pasa, fluye. Sigue.

-Nadie hace el ridículo por tener ataques de ansiedad y mucho menos por pedir ayuda esté donde esté.

-No soy un bicho raro ni mi valía está mermada por esto.

-La ansiedad no me limita, solo me dificulta un tanto el devenir de mi vida diaria.

-Nadie es peor que nadie porque padezca una enfermedad mental.

-Tú puedes.

-Feliz día.